BREVES SOBRE ALIMENTACION, CULTURA Y ENFERMEDADA pesar, que los avances científicos le confieren un gran protagonismo a las características genéticas humanas en el desarrollo de las enfermedades, “la alimentación contemporánea no está sincronizada con nuestros requerimientos genéticos”. Sin duda,
la alimentación humana incluye una dimensión imaginaria, simbólica y social, que otorga un importante valor a los procesos biológicos y sociales de autonomía personal y social.
En la actualidad, los estudios sobre alimentación humana proponen un punto de encuentro entre las teorías nutricionales alimentarias y los marcos de vida y sociedad en los cuales se desarrollan. Es así como nos encontramos frente a la idea de que “ser lo que comemos refleja, la naturaleza compleja y contradictoria del orden social dominante”, la alimentación como “hecho total” participa en gran medida en el desarrollo de algunas enfermedades.
Ciertas formas de vida, pueden llevarnos a seguir y concebir variadas formas de alimentación. Por ejemplo, condiciones tecnológicas particulares al momento de procesar los alimentos, hábitos alimentarios descontrolados o frecuentemente intervenidos por complejos esquemas sociales, condicionan un clima propicio para que toda persona, con cierto antecedente genético, desarrolle el desequilibrio metabólico que posteriormente podría llevarlo a padecer la enfermedad de la diabetes, como por ejemplo.
En un arduo afán por asumir “qué es lo que se debe comer” y “qué es lo que no se debe comer” cuando se padece esta enfermedad del tipo metabólica, aunado a la necesidad de combinar de forma adecuada los carbohidratos, lípidos y proteínas, para mantener normales los niveles de glucosa en la sangre y detener el daño que producen estas enfermedades, muchos profesionales de la medicina excluyen de este proceso consideraciones particulares que el paciente podría aportar a los cambios en su nueva forma de alimentarse, y entonces, como una consecuencia de esto, la alimentación como proceso necesariamente terapéutico no es concebida adecuadamente por el afectado, y la recuperación, en la mayoría de los casos se ve atropellada por las urgencias de medidas médicas como el uso de medicamentos para disminuir los niveles de glicemia. En este sentido, los afectados (por ejemplo los diabéticos) se vuelven dependientes del uso de los medicamentos y las modificaciones en sus esquema alimenticios no logran los efectos que deberían obtener, incluyendo el uso de supuestos alimentos especiales para este tipo de condiciones (es el caso de los alimentos “Light”).
A este descontrol se suma la falta de incorporación los familiares y las personas cercanas a los afectados en el proceso terapéutico, y particularmente a los cambios de hábitos en la alimentación. En este caso de ser un proceso social y vinculante, la alimentación pasa a ser un elemento perturbador y excluyente. Este último efecto contribuye a que los afectados adquieran una cronicidad peculiar que deteriora “su estar” y cambia “su sentir”, hasta el punto de apartarse ellos mismos de lo social y adoptar una nueva conducta ante el final de la vida -como lo diría el poeta y amigo José Javier León-, “no nos preparamos para vivir los instantes que anteceden a la muerte”.
En este sentido, es necesario tomar en cuenta -en cualquier esquema terapéutico- que la alimentación es un proceso social, de ‘transcultura’ y que todas las transformaciones que se hagan en función a cambiar los aspectos que pueden agravar la enfermedad del afectado, incluyen los espacios y los valores donde se mueve él y sus “allegados”.
Al buen estilo de Kottak, es necesario tomar en consideración que los seres humanos son adaptativos por una condición biológica natural que les permite transformar sus entornos y formas de subsistencia desde procesos netamente biológicos. Participa en un movimiento continuo de relaciones sociales, conductas, acciones que contribuyen a la transformación del propio entorno biológico. Lo que permite considerar a la antropología como una disciplina de carácter biopsicosocial unidas por una condición común “la cultura”.
“La trama de significados” como lo describe el antropólogo Geertz, permite ver en “la cultura” formas de interpretar el hacer, vivir y convivir de grupos de seres humanos en un mismo territorio, con códigos y tendencias particulares, similares y/o comunes; reflexiones diversas en entornos sociales comunes o acciones comunes en entornos diversos. Estos fenómenos incluyen las artes, la lengua, la economía, las ciencias, la educación y nuestras formas de alimentarnos no están exentas de las formas como se representan las sociedades.
No está alejado de la realidad Contreras Hernández, al afirmar que existe una distancia muy estrecha entre la naturaleza y la cultura, en especial cuando hablamos de cómo nos alimentamos. La selección de los alimentos y las preferencias de gustos y sabores tiene una condición social que interfiere en la funcionalidad del cuerpo humano.
Sin embargo, las limitaciones conceptuales hacia las actitudes, las percepciones o las sensaciones, ponen a la biología en un plano casi imperceptible ante el hecho cultural. Nuestra convivencia en el mundo incide sobre nuestros sentidos, a través de los símbolos que nos agrupan. La cocina y el gusto es también historia, como lo diría Le Breton, es la relación entre individuos, es el intercambio de significados, el gusto por los alimentos “es al mismo tiempo conocimiento y afectividad”.
Así, el carácter simbólico del hacer en la lengua o la vida cotidiana, tiene sus coincidencias en la memoria, pues a partir de imágenes, olores, sabores, sonidos; se añora, se cuenta, se expresan los recuerdos y estos representan el hacer y sentir de los individuos, las cosas aprehendidas, las no olvidadas aún cuando no sean de la cotidianidad, aún cuando se traigan de la escuela, “cuanto más numerosos son los ritos, las creencias, más determinado es el campo de evocación, más se restringe el abanico de las evocaciones posibles y más son inducidos todos los miembros de una misma cultura a evocaciones semejantes”. La alimentación puede formar parte de esta palabra aprehendida, evocada que se reproduce en cada nueva generación.
La expresión de “somos lo que comemos” nos invita a interpretar el comportamiento de los seres humanos a partir de las maneras de combinar sabores y olores, la conducta y la socialización de las personas en el recolección, procesamiento, intercambio y consumo de alimentos.
La alimentación es así, un conjunto de relaciones, representaciones, tradiciones y costumbres, símbolos y significados, que se aprehenden entre la cotidianidad de la familia y la comunidad, que pueden ser trasmitidas de una generación a otra entre creencias y prácticas compartidas.
La clave de una buena descripción de elementos relacionados con la alimentación en una sociedad determinada, está en reconocer cómo los miembros de un grupo cultural construyen sus tradiciones y expresan sus hábitos de consumo, hasta la sublime condición de formar parte de su identidad. Así, encontramos una gran variedad de combinaciones y secretos que expresan la forma de saborear al mundo, entre especias y mezclas de dulces y salados, agrios y ácidos, que dan a los productos de la naturaleza, animal o vegetal, la sazón y el gusto por combinaciones particulares que nos representan.
Algo de esto puede captarse con los buenos comentarios de Fischler, cuando propone que en lugar de preguntamos por qué comemos ciertos alimentos más que otros, deberíamos plantearnos la pregunta de por qué no comemos ciertas sustancias, por qué no consumimos todo lo que es biológicamente comestible. Más en la vía del etnólogo, acota: “El ser humano actúa no sólo atendiendo a los dictámenes de su organismo, sino también de su pensamiento y de sus representaciones”.
Entonces, dado que la alimentación es parte de eso que llamamos cultura, podemos pensar que las prácticas culinarias pertenecen a eventos que se pueden trasmitir de una a otra generación; pensar que más que una simple predisposición genética marcada por algún elemento que pocos podemos reconocer en nuestras representaciones, los alimentos y las formas de consumirlos pueden identificarnos con rasgos o características observables en cualquier otro personaje de nuestras familias; y que además establecen los pasos previos para el inicio de una enfermedad -silenciosa para nuestros oídos- acostumbrados a ruidos, estridencias y música ajenos totalmente a los ritmos y armonías del cuerpo de especie homo sapiens sapiens.
Identificar estas fortalezas en los grupos humanos (familias) y transformarlas en un hacer común que permita la contraloría de nuestras propias maneras de cocinar e intercambio de conocimientos culinarios, podrían ser el principio del camino por donde andar en la búsqueda de una franca y asertiva incorporación de las multidisciplinas de la promoción de salud y la salud colectiva en el hacer de nuestro mundo contrariado por el estigma de las sociedades de consumo.
Maryluz Núñez Pacheco
vidaysaludzulia@gmail.com